La escalofriante historia de Nannie Doss
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La escalofriante historia de Nannie Doss
Martes, 23 de Diciembre 2025, 14:39h
Tiempo de lectura: 9 min
Al fondo, un penacho de vapor blanco y un silbido que taladraba los oídos anunciaron la llegada del tren. Blue Mountain, Alabama, 1912. A un lado de la vía, la familia Hazle esperaba y, en el centro de la escena, la pequeña Nancy, que subía por primera vez a un ferrocarril. Hasta entonces, su mundo se había limitado a los seis kilómetros entre la escuela y la granja… y ya ni eso: había dejado las clases con 7 años. Aquel viaje de 250 kilómetros le parecía la mayor aventura de su vida. También sería el primer golpe del destino. En todos los sentidos.
A mitad del trayecto, la locomotora frenó en seco. Su cuerpo salió despedido contra la barra metálica del asiento. Traumatismo craneal. Desde entonces convivió con dolores de cabeza, desmayos… y una tristeza silenciosa que nadie supo entender.
El hogar tampoco era refugio. A los 5 años cortaba leña; a los 7 sembraba y arrancaba hierbajos. Jugar no era una opción: su padre, James, solo creía en trabajo, disciplina y silencio. Su única fuga eran las revistas del corazón, con romances de postal y finales felices que jamás encontraría en la granja de los Hazle.
A los 16 creyó escapar: se casó con Charles Braggs tras apenas cuatro meses de noviazgo. Su padre dio su aprobación, extraño en él. Nancy cambió de apellido… pero no de fortuna. Seis años después tenía cuatro hijas y su matrimonio se parecía más a un cuartel que a una historia de amor. Ella empezó a beber. Él, a desaparecer. Y la tragedia llamó dos veces.
Dos de las niñas murieron con pocos días de diferencia. Por la mañana estaban sanas;
al regresar el padre, ya no respiraban. Nannie –como ya la llamaban en la localidad– habló de un envenenamiento accidental. Él no la creyó. Y dejó de probar nada cocinado por ella. Décadas después lo llamarían «Charlie el suertudo»... y tenían sus razones.
El marido huyó con la única hija que le quedaba, Melvina. Nannie se quedó con la recién nacida, Florine, y con su suegra. Días después, ella también murió. Al cabo de un año, Braggs regresó: tenía nueva vida y quería divorciarse.
Tras la ruptura definitiva, Nannie se instaló de nuevo en casa de sus padres, hasta que el amor regresó en forma de carta: conoció a Robert Frank Harrelson en una de esas revistas románticas que acumulaba bajo la almohada. Poemas, fotos, tortas caseras… y, de nuevo, boda. Esta vez, dieciséis años de matrimonio. Dieciséis años de calvario.
En 1943, Melvina –su primogénita– se casó y formó su propia familia. Dos años después, a punto de dar a luz a su segundo hijo, pidió ayuda a su madre. Nannie acudió. El parto fue largo. El bebé nació. Y Melvina, aturdida por el éter, creyó ver algo terrible: a su madre introduciendo una aguja en la cabeza del recién nacido. Al poco, el niño murió. Diagnóstico médico: «muerte súbita». Melvina prefirió pensar que había sido una alucinación. Pero algo dentro de su mente le recordaba el eco de dos pequeñas muertes en su casa familiar de Alabama muchos años atrás.
No es probable que Jolly Joseph conociese la historia de Nannie Doss, pero sus vidas tienen mucho en común y ambas son ‘de película’. La de Joseph ya ha pasado a la pequeña pantalla a modo de documental en Netflix. Su carta de presentación: seis asesinatos. Lejos de la docena que acumuló Doss. La motivación también difería.
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Con el tiempo, Melvina –tras separarse– dejó a su hijo mayor a cargo de Nannie. Tres días más tarde estaba muerto. Asfixia. La autopsia no logró aclarar qué ocurrió en aquella casa. Dos meses después, Nannie cobró 500 dólares del seguro de vida que había contratado para su nieto. Ella era, casualmente, la única beneficiaria.
No fue el único funeral que convocó a la familia en pocos meses. Frank, el segundo marido de Nannie, también murió en extrañas circunstancias. Regresó borracho de una fiesta con sus amigos y forzó a su mujer a tener relaciones sexuales. A los pocos días, unos terribles dolores de estómago acabaron con su vida un 15 de septiembre. La causa, intoxicación. Los médicos apuntaban a un alimento en mal estado; la realidad: la botella de whisky que le dio su mujer contenía veneno para ratas. Nannie quedó viuda –nuevamente– y cobró otros 500 dólares por el fallecimiento de su esposo. Un capital que usó para comprarse un terreno de cuatro hectáreas donde construyó su casa.
Nannie no solo era adicta al alcohol y al tabaco… También lo era a acabar con la vida de su gente más cercana –su lista de víctimas ya alcanzaba la media docena– y al amor. En 1946 lo volvió a encontrar; en este caso, en Arlie Lanning, su tercer marido. Pero su matrimonio no fue muy diferente a los anteriores. Y su desenlace tampoco.
La relación duró cuatro años y estuvo llena de celos, infidelidades y acabó con un aparente paro cardiaco. Nuevamente, viuda. Causa de la muerte: intoxicación. ¿La continuación? El cobro del seguro; esta vez para hacerlo efectivo había que salvar un pequeño inconveniente, pero a esas alturas ya no había obstáculos que Nannie no pudiera superar.
La casa donde vivían estaba a nombre de la hermana de Arlie, pero eso no había impedido a Nannie contratar un seguro contra incendios a su favor. Una noche, poco después de la muerte de su esposo, la vivienda se incendió hasta los cimientos. Dentro dormía la anciana madre de Arlie, a quien Nannie estaba cuidando porque tenía rota la cadera. Le salió perfecto porque las llamas acabaron con su suegra y ella cobró el seguro, mientras que su cuñada se quedó sin nada.
Con dinero en el bolsillo pero sin techo, Nannie decidió instalarse en la casa de una hermana suya que estaba postrada: Dovie. A estas alturas, el lector ya sospechará lo que ocurrió: Dovie murió. Incluso otra de sus hermanas murió coincidiendo con una visita de Nannie. Ambas mujeres, antes de sucumbir, habrían experimentado síntomas similares: fuertes retortijones y convulsiones violentas.
Viuda profesional, se apuntó al Diamond Circle Club –agencia de citas antes de Tinder–, donde conoció a Richard Morton. No bebía. Punto a favor. Pero sí era infiel. Punto en contra. Una taza de café con arsénico zanjó el problema. Mayo de 1953: otro funeral discreto.
El último fue Samuel Doss. Samuel era un hombre distinto al resto de sus maridos: era religioso, iba a la iglesia y desaprobaba las novelas de amor rosadas que devoraba Nannie. Pelearon y ella se marchó, pero terminó volviendo con él cuando Samuel la puso como beneficiaria en sus dos pólizas de vida. Eso la convenció de la conveniencia de regresar.
Varios meses después, en septiembre de 1954, después de comer una tarta de ciruelas secas convenientemente regada con arsénico, Samuel acabó en un hospital. Le diagnosticaron una severa infección en el intestino. Sobrevivió. Pero su buena fortuna terminó el mismo día que le dieron de alta: el 5 de octubre. Esa noche Nannie terminó su trabajo. Le preparó un café como bienvenida con otra buena dosis de arsénico.
Esta vez, sin embargo, el desenlace fue distinto. Cuando fue a cobrar el seguro, el médico dudó. Ordenó una autopsia. El cuerpo tenía arsénico para matar a veinte hombres. La Policía fue a su casa y confesó. Maridos, hijos, nietos, hermanas, suegra… La lista era un catálogo de crímenes perfectos. La Policía escuchaba atónita como esa mujer risueña de 48 años, madre y abuela, daba detalles escalofriantes. En nueve cadáveres había veneno. En otros, fuego, asfixia… o un silencio sospechoso.
¿Doce o más? Nunca se sabrá, ni tampoco el porqué, aunque ella se dedicó a culpar por su comportamiento a aquel frenazo del tren camino de Alabama.